Algunos construidos durante la época colonial, otros más modernos; algunos enormes y majestuosos, otros más pequeños y discretos; algunos de estilo barroco, otros góticos o incluso románicos… Los templos ecuatorianos son de lo más variopinto, pero tienen algo en común: se encuentran entre los más bonitos y valorados de todo el continente.
A lo largo y ancho del territorio ecuatoriano podemos encontrar cientos de iglesias, en su gran mayoría de corte moderno y levantadas en el último siglo. Pero también existe un buen puñado de templos cristianos que se construyeron durante la época colonial española y que se han conservado perfectamente hasta nuestros días. De todos ellos, seguramente los más destacados sean la Iglesia de San Francisco de Quito y la Iglesia de San Francisco de Guayaquil. La primera de ellas, del siglo XVI, está considerada como la Joya de América, y se encuentra en el casco histórico de Quito. La iglesia y el monasterio forman un impresionante monumento que da fe de la herencia franciscana de Quito. La impresionante fachada, con dos torres, es renacentista y manierista. El interior tiene tres naves en forma de cruz latina. La nave central tiene techos artesonados y a su alrededor hay ocho retablos para igual número de altares. El retablo del altar mayor es de cedro y el coro está formado por 81 sillas en cedro. Por su parte, la Iglesia de San Francisco de Guayaquil también es conocida como Nuestra Señora de los Ángeles, y tuvo que ser reconstruida varias veces debido a los incendios que hubo en Guayaquil durante la época colonial. Se cree que la primera se fundó a principios del siglo XVII. La iglesia que hoy vemos se construyó en 1956. Consta de una amplia nave en la planta baja y una capilla superior de gran belleza. Su altar, de mármol con molduras de pan de oro, tiene seis nichos con hermosas esculturas de santos. Según la leyenda, pasados unos diez años de la construcción de la iglesia, su torre amenazaba con derrumbarse, por lo cual, ante el peligro que representaba, el gobernador recomendó a Fray Simplón, a cargo de la Diócesis, que derrumbase la torre, pero el fraile desoyó varias veces las recomendaciones del gobernador porque no tenía dinero para la obra. Aparte de sus deberes como sacerdote, Fray Simplón se dedicaba a cuidar las palomas que había traído de España. En vista de que el peligro continuaba, el gobernador ordenó a una cuadrilla que demoliera la torre. Cuando la torre cayó, la noche se hizo más oscura que boca de lobo y, después de un rato de silencio total, se escuchó un aletear incesante de alas, que duró toda la noche. Al día siguiente, el gobernador fue a inspeccionar el lugar y encontró la torre en pie. Al preguntarle a Fray Simplón cómo se había producido aquel milagro, éste respondió: “Fueron las palomas, que, con ramitas y tierra, reconstruyeron las paredes de adobe”. Desde entonces, las palomas no han abandonado la iglesia.